SIENTO EL ABANDONO DE ESTOS ÚLTIMOS MESES, YA HE VUELTO, CON LA INTENCIÓN DE CONTARLO TODO...



viernes, 7 de marzo de 2008

Miercoles de Ceniza

Acostada en la cama, con las piernas cruzadas, esperaba que pasaran las horas.
Los petardos sonaban en la calle, se estremeció con los primeros, luego llegó la indiferencia al acostumbrarse al ruido estridente que producían.
Ladeó la cabeza y observó la cama contigua. Sobre ella estaban colocados todos los vestidos y accesorios que en muy poco tiempo se colocaría para ser parte de la fiesta que llenaba las calles.
Su corazón se aceleró. Miró la hora. Aún era demasiado temprano. Aunque para ella todo minuto de aquella noche le parecería siempre poco. Pero tenía que aguardar.
Se incorporó y repasó con la mano la chaqueta negra de solapas anchas, la cogió por los hombros y la miró, la volvió a colocar sobre la cama, la camisa con amplia chorrera, y cuello desbordante, el pantalón pirata, el cinturón con hebilla plateada, la barba, la peluca negra rizada, el sobrero de ala ancha, el fajín, la espada, el antifaz, el pañuelo blanco bordado, los guantes negros, las cadenas que se colgaría al cuello, el pañuelo rojo para el cuello. Todo estaba pulcramente colocado, esperando a darle vida en su cuerpo. Al pie de la cama, las botas de caña alta, comprobó que las alzas estaban dentro, ellas le darían altura y esbeltez a su delgado cuerpo.
Volvió a mirar la hora, sobre la cómoda estaba la petaca de plata en la que había ron.
Se dirigió al baño, sobre la pileta del lavabo estaba un ramo de rosas. Todo estaba en orden, menos su cabeza y su corazón.
Regresó a la habitación y se acercó a la ventana, apartó la cortina y miró a la calle. El bullicio estaba en otras calles, por allí la gente pasaba de largo, con paso apresurado para dirigirse a la zona caliente, solo los petardos de algunos ociosos se estrellaban en la plaza. Volvió a mirar el reloj. El tiempo no corría a la misma velocidad que los latidos de su corazón. Se lo quitó de la muñeca y buscó en su bolsa de viaje otro más acorde con la personalidad que iba a tomar, era un pelucón, había sido de su abuelo y ella lo había mandado arreglar, funcionaba a la perfección.
Comenzó a vestirse, era preciso matar el tiempo. Lo hizo con calma, vistió el pantalón y la camisa, colocó la peluca negra, maquilló su cara con cera negra, calzó las botas.
Antes de terminar de vestirse, escondió su ropa y su calzado, así como el bolso con el reloj dentro de la bolsa de viaje y la guardó en el armario. Echó hacía atrás la colcha de la cama y extendió una sábana blanca sobre ella. Todo estaba bien. Menos ella, que seguía asfixiada por los latidos de su corazón. El fajín, el lazo rojo al cuello, la chaqueta, el cinturón, la cadena del reloj fijada a un botón y aquél al bolsillo del pantalón, el pañuelo blanco sobresaliendo del bolsillo superior de la chaqueta: se fijó la barba con las gomas a las orejas así como el antifaz, esto era lo más molesto, pero este inconveniente hacía que pusiese su mente en ello y que distrajera su pensamiento. Por último el sombrero. En una bandolera negra, metió la petaca, algo de dinero y después de mirarse en el espejo del armario y sentirse conforme con la imagen que ya le era familiar y cómoda, cogió la llave de la habitación que estaba sobre la cómoda y salió.
Tenía una hora por delante, no sabía mucho que hacer con ella. Se alejó de las calles en las que afluía más gente y buscó una cafetería. Todas estaban bastante llenas, con seres tan absurdos como ella misma, mendigos mezclados con señores de la corte de Luis XIV, bailarinas tropicales, políticos trasnochados, variación de fauna, gente de calle, muchas voces, mucho ruido, mucha alegría por todos los lados. Se hizo un hueco en la barra y pidió una tónica con ron. No era bebedora, de hecho detestaba el alcohol, pero su atuendo lo requería. Un pirata que no bebiese ron, no era pirata. Tardaron en servirla. En condiciones normales ya se hubiera ido, pero tenía que consumir su tiempo y esta era una buena manera. Luego bebió a tragos cortos y si se pudiese ver su cara, se apreciaría una mueca de desagrado pegada a su boca al mismo tiempo que iba haciendo pasar el líquido con una pajita, del vaso de tubo a su garganta. Se quitó los guantes para sacar el dinero y pagar y se marchó. Aunque había caminado hacía el otro extremo de la ciudad, sin salirse del centro, sabía que en dos patadas estaría de nuevo cerca del hotel y cerca de donde estaba el mayor núcleo de jolgorio. De hecho, toda la gente más tarde o más temprano, abandonaría todas las cafeterías y se dirigirían hacía la parte vieja de la ciudad, en donde el ambiente festivo había comenzado a primeras horas de la noche. Trató de adecuar su corazón a sus pasos pequeños y mesurados. Pero sin darse cuenta, sus pasos siguieron el latido apresurado de su corazón.
- Tranquila – se dijo así misma.
- Tengo que llegar a la hora, ni antes ni después. –Seguía diciéndose.
- Y, ¿si no está? Alejó la duda con la cabeza. No había pensado en esa posibilidad durante todo el día, ni en días anteriores.
Se encaminó abriéndose paso entre la gente que llenaba la estrecha calle. Pronto iba a ser la hora.

La bella gitana, con sus dientes blancos, su melena negra recogida con un gracioso pañuelo, los pendientes de zarcillos y estremecida por el frío de la noche, pavoneaba su hermosura junto a sus amigas, de bar en bar, de garito en garito, riendo y mirando a hurtadillas su reloj, y pensando en que lugar les daría el esquinazo a sus compañeras.
Las dos menos cuarto, momento de ir a un baño.
- Voy a entrar en algún sitio a, ya sabéis…
Ya sabían.
- Ya os busco, y si no os encuentro os llamo para saber donde estáis. ¿Vale?
Valía.
Las demás siguieron y ella se fue quedando atrás y reculando en medio de la marabunta.
Se metió a duras penas en el pub. La gente bailaba desenfrenadamente, olía a sudor, a tabaco y a alcohol, las caretas estaban sobre las cabezas y la gente se daba un respiro al anonimato. Otras personas, como ella, iban a cara descubierta. Otras lucían maquillajes inverosímiles que el sudor los convertía en más inverosímiles todavía. Otros por el contrario estaban perfectamente logrados y daban realce a los trajes.
Buscó un lugar en la barra, a duras penas podía abrirse paso entre la gente que atestaba el local, pero necesitaba beber algo, pues tenía un nudo en la garganta que necesitaba empujar hacia abajo, o deshacerlo.
Alzó la voz para que el camarero la oyera.
-Una piña…
- Con ron – oyó a sus espaldas la voz que esperaba. La voz desencadenó el deseo que hacía horas, meses, acumulaba en su interior. No giró la cabeza, la ladeó y dejó su cuello al descubierto.
Sintió el beso húmedo con el cosquilleo de la barba y se estremeció de la cabeza a los pies. Buscó con su mano la mano y la llevó a su pecho, a la altura de su corazón y sintió como el cuerpo se pegaba a su cuerpo. Notó el estremecimiento del otro cuerpo cuando su mano tocó su pecho. Y la gente ayudaba a que su contacto fuera más estrecho y que percibiera el sofoco de su respiración en su cuello y el deseo en su mano.
El camarero que solo había escuchado ¡piña! Le sirvió un zumo de piña, que pagó en el momento.
- El ron, lo tendrás que poner tú, pirata.
Le dijo, volviéndose hacía él ella, con el vaso desafiante en la mano.
El, ella, sacó de su bandolera la petaca y le iba a echar unas gotas cuando la bella gitana le apartó la petaca y le dijo:
- Prefiero beberlo de tus labios.
El ella, llevó la petaca a los labios y bebió un sorbo, dejando que se mojaran sus labios y se los ofreció. La gitana bebió un trago de piña y luego apoyó sus labios sobre los de él, ella, y con la punta de la lengua lamió el ron. La pasión se había prendido. La llama corría por entre las piernas, licuaba.
Con voz gutural la gitana preguntó al, la, pirata.
- ¿Adónde me llevas?
No dijo nada, la cogió de la mano y la arrastró fuera, la alejó, sin soltarla, de la multitud, la apoyó contra una pared y la besó en los labios con fuerza, apoyando todo su cuerpo contra el de ella, la gitana percibió los senos sobre sus senos y se excitó todavía más y con su mano buscó la entrepierna, pero el, la pirata, cerró sus piernas y se tensó. La soltó y volvió a cogerle la mano y la condujo hasta el hotel. Sacó la llave de la bandolera y sin encender la luz la llevó hasta la cama.
- ¿Qué me vas a hacer? –preguntó la gitana en un susurro.
El, la, pirata no dijo nada, sacó de su cuello el pañuelo rojo y le cubrió los ojos. Ella se dejaba hacer, era un cuerpo entregado. El, ella, se sacó la barba, se quitó los guantes, la chaqueta, y después, con cuidado, comenzó a desnudarla. Bajó las medias con cuidado, pero insinuando con sus dedos la parte interior de sus piernas, bajo sus dedos percibió el estremecimiento del cuerpo abandonado. Acarició sus pies descalzos, bajó su falda de vuelos, desabrochó con el mismo cuidado y celo su blusa, masajeó sus senos por encima del sujetador antes de quitárselo. Con la ternura puesta en la yema de sus dedos, los bajó hasta las bragas, jugó con el elástico, a estirarlo, a hacer que se las quitaba o se las subía, la gitana pataleaba de impaciencia, con sus manos, ella, el, la invitaban a dejarse hacer, sin impaciencia. Se apartó de ella.
- ¿Adónde vas?
Silencio.
El, la, pirata fue al baño y trajo en sus manos un montón de pétalos. Los depositó sobre su cuerpo. Luego echó unas gotas de ron sobre los senos. Con el frío, la gitana se estremeció. El, la pirata mamó el ron de sus senos y luego acercó sus labios a los de ella y se besaron, sus lenguas se enroscaron.
- ¡Desnúdate! – pidió la gitana-. Tengo tu cuerpo clavado en mi cuerpo y quiero sentirlo de nuevo.
El, ella, se desnudó apresuradamente. Y colocó su cuerpo sobre el de ella, apretando los pétalos y exprimiéndolos con el roce de sus cuerpos al moverse el uno sobre el otro. La gitana mantenía los ojos cerrados bajo el pañuelo atado a su nuca, sabía que no podía abrirlos, que no podía por nada del mundo romper aquel hechizo, aquella magia, aquel esplendor de su cuerpo que emergía desde hacía tres años, tal día como aquél. Se lamieron mutuamente, como gatas. Sus dedos y sus lenguas recorrieron los cuerpos para impregnarse bien la una de la otra, para gastarse, para que no quedara nada, con la avidez, el deseo y la desesperación de saber que el próximo encuentro estaba todavía lejos y que aquél tenía que quedar marcado a sangre y fuego en sus mentes y en sus carnes.
Se amaron hasta la extenuación. La gitana se durmió en sus brazos. El, la, pirata se deshizo del abrazo, la tapó con la colcha y después de vestirse apresuradamente, se marchó. La gitana, oyó la puerta la cerrarse, se quitó el pañuelo de los ojos y se quedó dormida de nuevo.
Pilar levantó, de un golpe seco, la persiana de su librería.
Algunos colegios tenían fiesta, pero otros no, así que no había tenido más remedio que madrugar para atender a sus jóvenes clientes.
Dejó el bolso y el candado de la persiana sobre la mesa que había en la trastienda. Llenó la cafetera y se dispuso a prepararse un café, antes de que comenzaran a llegar estudiantes del colegio vecino.
Se sentó para tomar el café, con la taza en la mano se quedó mirando al techo tratando de buscar en él alguna respuesta a todos los encontrados sentimientos que se agolpaban en su corazón y en su cabeza después de aquella nueva noche de placer sin límites. Cada vez se sentía más vulnerable a descubrir sus sentimientos, a poner, de una vez por todas, las cartas sobre la mesa y mostrar el rostro de la verdad.
El tintineo de la puerta y el alboroto de una pandilla de colegiales que se agolparon, en un abrir y cerrar de ojos, delante del mostrador, la hizo bajar del techo al suelo. Dejó la taza de café, a medio tomar, sobre la mesa, y se puso detrás del mostrador para atender a aquella panda de devoradores de láminas de dibujo, de mapas mudos, de gomas, lápices, bolis y cromos. Así pasó la primera hora, hasta que todo el alumnado estuvo dentro de los colegios cercanos.
Volvió a hacerse otro café. Este lo tomaría acompañado de unas galletas de harina integral.
El tiempo estaba perezoso. Ella aturdida. Y el escaparate reía al miércoles de ceniza desde sus caretas colgadas, las serpentinas, los objetos de broma, los disfraces infantiles.
Era un buen momento para desmontarlo todo, su risa se había esfumado, como el carnaval con la llegada del día de la ceniza, el comienzo de la penitencia.
Unas pisadas precedían el intenso olor a mar. Casi se tocan en la puerta, cuando ella saltó del escaparate y la otra abrió la puerta de la librería. Entornó la puerta y dejó pasar a sus hijos.
- Metida en faena.
Tuvo que recomponerse antes de contestar, la había cogido por sorpresa. No esperaba que se fueran a encontrar tan pronto, auque no era nada extraño ya que eran amigas. Se puso toda colorada. Sintió que no estaba siendo dueña de la situación.
- Pasad, pasad, ya os atiendo, es solo un momento. Voy a lavarme las manos.
La había mirado de reojo, el pañuelo rojo del, de la pirata, rodeaba el cuello de Elisa, pasó rozándola casi, y con el olor del mar y, entremezclándose, olía el ron y el dulzón de los pétalos de rosa. Su turbación iba en aumento. Se dirigió corriendo hasta el lavabo y se lavó la cara, el agua que salía del grifo estaba helada, el rubor fue desapareciendo de sus mejillas. Se serenó. No podía echar todo a perder, aunque cada año le fuese más difícil afrontar el día después.
Elisa había entrado con sus hijos hasta la trastienda y se estaba preparando un café. El olor de sus sexos húmedos se mezclaba con el olor fuerte del café, atenuándolo.
- Entonces, ¿estos pequeños no tienen cole hoy? – preguntó con el tono más sereno que pudo.
- Pues no, pero necesitan varias cosas, les han mandado hacer unos ejercicios de caligrafía y aún no los han hecho, así que venimos a comprar cuadernos para que se pongan las pilas y no lleven mañana un rapapolvos. ¿Un café?
- Vale.
La rutina comenzaba. A pesar de ella. Admirando la firmeza y la serenidad con que Elisa le hablaba. ¿Quizás ella ignorase, verdaderamente, la personalidad del, de la, pirata? Pero, ¿por qué entonces olía tanto su sexo en su presencia?


Marosa GP

No hay comentarios: